Miro a Júlia. Es lo más parecido a mi felicidad, es mi mejor inspiración, mi vida; es mi hija y ya tiene casi 6 años. Esta noche siguiendo nuestro pacto secreto, me siento al borde de su cama y hablamos, unas veces es una fábula o un cuento y otras tantas conversamos sin más, conversaciones que a veces dan lugar a auténticas confesiones. Hoy se ha enfadado con su mejor amiga del colegio, Laia, y quizás por eso, aunque no lo dice, está triste. Aprieta los labios y tensiona los párpados, cojo su mano con la mía mientras mis labios pincelan su pelo desde la frente.
Júlia ya conoce el dolor, ya sabe lo que es sentir la ausencia. El instinto le apodera y llora. Es una niña con sentimientos y los expresa sin cuestionárselos siquiera; su madre nos abraza observándonos desde algún lugar. Júlia cree que es una de las estrellas más brillantes que se ven desde la ventana de su cama, por eso, quizás, es especialmente feliz las noches de cielo estrellado. Cuando no recuerdo algún cuento para acompañarla en su sueño, recurro a una de las muchas historias que vivimos su madre y yo siendo más jóvenes. A Júlia, imaginar a su madre mientras le hablo, le aporta serenidad, es algo que no puedo describir muy bien pero que es perceptible; siempre acaba cerrando los ojos y se duerme antes del final de cada historia con un rostro de felicidad. El recuerdo le acerca a ella.
Su madre era una mujer con una belleza poderosa, de sonrisa y mirada profunda. Había algo en ella que me movía, que activaba mi ser de forma incombustible. Y aún hoy, casi dos años después de su viaje, la siento cada día, en cada recuerdo, confieso que casi a cada momento. Júlia es ella y parece como si tuviera la inherencia genética de su madre.
“Amantes de la improvisación, nos escapamos una noche de verano con mi moto clásica BMW K75 y con la tienda de campaña a las dunas de arena que mostraban la conciliación natural entre el bosque del Saler y el mar. Era una noche cálida de luna llena, y la hermosura de su madre era tal que eclipsaba su magnetismo. Era la noche perfecta, hasta que aparecieron las primeras nubes que ocultaban la natural claridad que desprendía la luna y borraban su reflejo en el mar. Nos miramos, nos reímos, nos daba igual. Nos metimos en la tienda y nos miramos escuchando de fondo el murmullo del mar; no necesitábamos nada más, teníamos lo esencial. Sonreíamos, ella me hacía ser mejor”.
Una vez más, los ojos de Júlia se apagaron antes de llegar al final de la historia. O más que un final, un aprendizaje vital. Porque en la vida todo puede cambiar, y cambia, como la mañana del accidente de su madre. A veces, es solo un instante; un momento efímero de a penas unos segundos el que marca un antes y un después. Y a partir de ese momento ya nunca nada vuelve a ser igual. Pero ni mejor, ni peor, simplemente diferente. Y por eso, cada día hay que exprimirlo al máximo con sus sinsabores. Aprender a saborear cada lágrima de la misma forma que gustamos una sonrisa. Porque el día y la noche son lo mismo pero con distinta luz. Hay días de sol y días de lluvia; hay noches solitarias pero también las hay acompañadas de luna y estrellas. Porque la tristeza, muchas veces, también ríe.
¿Sabes Júlia? Siempre hay luz, siempre; las estrellas y la luna, aunque a veces no las podamos ver, no dejan de brillar y de susurrarte: confía. La vida hará el resto, y tú eres la vida, confía y sigue tu instinto. Tu instinto es lo que envolverá tus días de felicidad.
Porque la felicidad es justamente eso. Felicidad era simplemente estar con ella, con su madre, respirar juntos mientras nos mirábamos, el contacto con su piel mientras mis manos apretaban las suyas. La felicidad era haberlo vivido en aquel momento y hoy podértelo contar a ti. La felicidad es una emoción que despierta el recuerdo vivo, la felicidad es sentir que la vida me regaló su presencia y hoy, Júlia, es su reflejo.
Porque la felicidad no sólo se compone de momentos bonitos o de éxito, también es gris y entiende más de la tristeza, de la nostalgia, de las decepciones y del sufrimiento, que de ilusiones y sueños inalcanzables; que las lágrimas son también la sonrisa nostálgica del corazón. Que vivirlo nos hace sentir más vivos y por tanto más felices, y que el momento más oscuro de la noche siempre precede al amanecer. Porque el sol puede ser felicidad pero la luna también lo es, y es que las sombras no vivirían sin la luz ni las estrellas brillarían sin nuestra mirada. ¿Acaso no es todo hermoso? Siempre, Júlia.
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