jueves, 2 de abril de 2015

No puedo estar más orgulloso. Por Juan C. Rguez. Llanos.

No puedo estar más orgulloso









Una
 sección por el ojo del voyeur Juan C. Rguez. Llanos


Enseñar, en general, y a conducir en particular, requiere, además de los conocimientos 
necesarios, de una infinita paciencia y un tesón a prueba de bombas. 
Generalmente uno, como formador, se encuentra a lo largo de este proceso con un 
montón de dificultades que ponen a prueba su preparación. Pero este proceso 
se retroalimenta, de manera que maestro y alumno crecen paralelamente, 
en un extraño proceso de simbiosis. 
Además, tener la suerte de participar en el crecimiento personal de otro ser humano es, 
sin lugar a dudas, la experiencia más gratificante que pueda existir.

Las autoescuelas son empresas que sobreviven, desde siempre, realizando
complicados equilibrios entre su fin formativo y su plan de resultados.
Hace un par de meses que me bajé de esa cuerda floja y dejé mi trabajo como profesor.
Me lo pedía el cuerpo y también el espíritu. 
Sobre todo por culpa de esa rara afición que tenemos los autónomos a trabajar
en varias cosas al mismo tiempo, a no descansar ni enfermar, y que estaba a punto
de convertirse en dolencia crónica, derivando en algo más grave que afectase
gravemente a mi salud mental.

El profesor de formación vial se enfanga a menudo en una pelea en la que 
esta derrotado de antemano. 
Principalmente porque la sociedad, en gran medida, no reconoce en estos 
profesionales al encargado de educarles en, seguramente, la asignatura más importante que 
cursarán a lo largo de sus vidas, aquella que bien como elemento activo, léase conductor, 
o pasivo —peatón o acompañante— está orientada a proteger su vida y la de sus familias.







Desde las propias instituciones se empecinan en enviar mensajes de prudencia al volante 
con alguna que otra campaña ciertamente sensibilizadora e incluso un poco «gore»,
pero todos, normalmente, acaban culpando al factor vehículo o a la vía,
cuando sin lugar a dudas el 95 % del peso de la accidentabilidad recae en las personas.

Actualmente asistimos impasibles a un repunte de la siniestralidad, a pesar de los múltiples 
planes Renove y de la evidente mejora de nuestras calzadas. 
Ambas medidas sirven para reflotar a la industria del automóvil y a las grandes constructoras, 
ambas severamente tocadas por la crisis, pero no para evitar muertes.

Estos días nos encontramos de luto por el trágico fallecimiento de 150 seres humanos 
en el accidente aéreo de Germanwings, que probablemente significará el cambio de todos 
los protocolos de actuación en aviación civil y conseguirá que volar sea todavía mas seguro. 
En cambio, apenas reparamos en que en lo que va de año, 222  personas se han dejado la vida 
en las carreteras españolas. 1 200 al año. Gente que como tú y como yo salen cada día para ir 
a su trabajo, para ver a la familia o para irse de fiesta y que no vuelven jamás. 
Se van por la puerta de atrás, sin honores ni banderas, sin altos cargos en sus entierros.

Si realmente quisiesen atajar esta lacra de la sociedad, lo harían impulsando programas 
educativos en los que la seguridad vial formase parte del currículo escolar del niño a lo largo de 
su educación obligatoria; estableciendo sistemas de reciclaje obligatorios cada, pongamos 
por caso, diez años; endureciendo el código penal para los infractores, porque segar una vida 
tiene que tener un precio mayor; y, sobre todo, controlando a través de unos exámenes 
psicotécnicos reales y rigurosos las condiciones y habilidades de cada uno de nosotros 
a la hora de ponernos al volante. Os asombraría conocer la cantidad de personas 
que conducen, con prescripción médica, bajo los efectos de estimulantes o ansiolíticos.









A esto deberíamos añadir una mejor y más exigente formación necesaria para impartir clases 
de conducción. Actualmente disponemos de un sistema caduco, que el Ministerio del Interior 
entrega al mejor postor, en el que prima el estudio de la normativa y la reglamentación, pero 
se deja de soslayo la psicología, la pedagogía y la formación práctica, madre de todas 
las batallas.

Una vez cierra la puerta de su auto, el profesor se convierte en un autodidacta que ha de moverse 
con mucha habilidad entre lo emocional y lo normativo. Conseguir empatizar con cada persona
y encontrar entre sus limitados recursos la manera de vencer los miedos y barreras que cada uno 
de ellos transparenta sin quererlo no es tema baladí. Todo ello, intentando guardar la observancia 
a unas normas que, a buen seguro, el alumno no respetará jamás. 
A pesar de todas estas frustrantes condiciones, enseñar a conducir es una de las actividades 
más apasionantes que conozco: un reto nuevo cada día, cada hora de trabajo, cada persona... 
apasionante sí, pero tremendamente agotador.

Cuando conduces ocho o diez horas diarias en una ciudad tan agresiva como puede 
ser Vigo, la mente realiza permanentemente un sobresfuerzo que consigue que a última hora 
de la tarde no seas persona. Esto conlleva que tu forma física sea lamentable y tu humor no sea, 
precisamente, el más adecuado para realizar una labor pedagógica correcta. Y esto lo sufren, 
injustificadamente, tus alumnos y tu familia, sin merecerlo en ambos casos. Si metemos todo esto 
en una coctelera y lo aderezamos con unas condiciones laborales lamentables, nada extrañas 
en esta España del siglo XXI, tenemos un caldo de cultivo magnífico para dar un giro de tuerca 
a mi vida y moverme a otro sector en el que, afortunadamente, mi jefe y compañeros me valoran 
cada día.












De estos cuatro años intensivos como profesor me llevo el orgullo de haber ayudado a cerca 
de 300 personas a obtener su permiso de conducir. Para muchos fue fácil, pero para unos 
cuantos, una papeleta muy complicada; en cualquier caso, para mí, se convirtió en algo 
personal. No me gustaría agraviar a nadie nombrando a unos y callando otros; no es mi intención. 
En realidad mantengo una buena relación con la mayoría y de algunos me he convertido en poco 
menos que amigo o confidente. Me llegan fotos de sus coches nuevos, de sus primeros percances, 
me entero de sus embarazos, las pruebas de glucemia, los problemas laborales e incluso 
de sus asuntos sentimentales. Pero mas allá de todos estos recuerdos, maravillosos en la mayoría 
de los casos, me gustaría hablaros de un caso concreto, el alumno que mas me ha tocado el 
corazón, más incluso que María, de la que os hable en Il Miracolo di San Gennaro, y del que omitiré 
su nombre real por razones obvias, como también hice en aquel caso.

Pedro y yo, necesitamos la friolera de 74 prácticas, tres exámenes, un montón de carcajadas 
y alguna que otra lágrima para conseguir un nivel aceptable de conducción y, por supuesto, aprobar. 
Al término de su primera clase llame a sus padres para vaticinarles que su hijo no bajaría 
de las 100. Por supuesto, a ellos no les pilló de sorpresa. Pedro es un disminuido psíquico con 
un retraso de un 20 %. A pesar de su apariencia normal, le delatan unos ojos verdes sin brillo 
tras los gruesos cristales de sus inseparables gafas, unos labios y unas manos exageradamente 
grandes y cierta tendencia a arrastrar palabras al hablar. A menudo, cuando se siente contrariado, 
frunce el ceño, como cuando me hablaba con resquemor de sus años en el colegio. 
Nunca me lo confirmó, pero estoy seguro de que lo acosaron y maltrataron. Cuando quería zanjar 
el tema miraba al infinito y me decía «Juantxo, en el colegio eran todos unos cabrones».













Memorizaba todo lo que hacía y los lugares por los que pasaba hasta el punto de hacerme 
observaciones del estilo de «esta planta ayer no estaba aquí», pero su principal problema eran 
las dificultades para el razonamiento lógico. Y este problema le desbordaba en muchos momentos, 
como cuando suspendió por segunda vez: habíamos estudiado un poco los posibles recorridos y 
lo cierto es que la suerte nos había sonreído bastante. El examen iba bastante cómodo hasta que, 
ya para finalizar, el examinador le propuso aparcar en línea. Pedro era bueno aparcando, pero 
las cosas tenían que salirle perfectas. Si no, razonar le mataba. Y así fue: a pesar de los 
muchísimos ánimos que le dio el examinador, del tiempo extra que le concedió y de las 50 veces 
que le pedí que pensase. Tras varios minutos a un simple giro de volante a la derecha para finalizar 
la maniobra, Pedro se derrumbó llorando sobre el volante. Yo también. 
Ni siquiera me atreví a ver por el espejo en qué situación se encontraba el examinador. 
Os aseguro que fue uno de los días que mayor impotencia he sentido en mi vida.

Pero él, lejos de desanimarse, seguía acudiendo puntualmente a sus clases a las ocho 
de la mañana, siempre de buen humor. Consciente de sus derrotas, pero esperanzado 
en el éxito. Nunca preguntó si le quedaba mucho... entiendo que confiaba en mi a pies juntillas. 
Solo le vi desanimado tras su primer suspenso, cuando el examinador, sorprendido por el hecho 
de que hubiese superado el psicotécnico y viendo que al muchacho le costaba mucho reaccionar 
ante situaciones imprevistas, decidió dar parte a la jefatura y enviarle a inspección médica 
para obtener una corroboración del primer dictamen. «Este chico es una bomba de relojería», 
comentó. Pero a Pedro lo que le preocupaba era que le privasen de su sueño: 
poder llevar algún día a su padres en coche. Y lo consiguió, finalmente, a la tercera. 
Con un examen perfecto, con un aparcamiento perfecto. Cuando le dijeron que estaba aprobado 
me miró muy tranquilo y me dijo «mi madre no se lo va a creer». Y efectivamente, su madre, 
que es una bendita, me llamó un par de veces porque pensaba que Pedro le mentía.

Pedro lleva todos los domingos desde hace un año a sus padres al pueblo... 
y yo no puedo estar más orgulloso.

Así es... o no...

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